Algún día hablaré de él. De momento, solo sé que no hay día que pasa que no lo recuerde. No he superado su pérdida. Veinticinco años ya que dejó de estar con nosotros y el último recuerdo que tengo suyo es una lágrima que resbalaba por su mejilla hasta que expiró.
Mi hermano me dejó un catorce de enero de 1983 y el frío invierno trajo, con sus lágrimas heladas, un manto de nieve raro en esta ciudad. Tanto lloré que el hielo se deshacía entre el calor y la sal.
Hoy, después de veinticinco años, veo brotar geranios en mi ventana y pienso… tal vez haya primavera en mi recuerdo.
Estuvimos separados de niños, no entiendo por qué. Mi padre decía que en el pueblo con mis tíos estaría mejor estudiando, pero eso no nos valía ni a él ni a mí.
Desde pequeño se dedicó a leer a “los clásicos”.
Las cartas que escribía, con dibujos hechos a boli, eran nuestro único contacto.
Nos encontramos los dos en Barcelona cuando él tenía catorce años y yo diez. Al principio fue dura la convivencia, pero nos acostumbramos y no podíamos pasar el “uno sin el otro”. Era una persona que tenía una voluntad de hierro. Al contrario de mi que todo se le daba fácil. Mi memoria me bastaba para adquirir aquellos conocimientos que se me impartían. Yo no hacía ningún esfuerzo. En cambio él estudiaba, leía, se instruía, se preocupaba por todo. Llegó la adolescencia y la madurez y me di cuenta que mi hermano tenía una sabiduría especial.
Llegó la época de ir a la mili. Le tocó en Gamarra, un pueblo de Vitoria. Allí intentó aprovechar el tiempo adquiriendo más conocimientos, leyendo y aprendiendo las costumbres del lugar. Era fuerte, me contaba que en invierno, con las nieves asomando en los campos, se duchaba con agua fría. Respecto a los compañeros que estaban con él estableció una buena relación. Coincidió que no tenían barbero y se cortaron el pelo los unos a los otros, como él fue el que lo hizo mejor lo nombraron barbero y, con ello, se ganó buenas propinas. En una ocasión un soldado con pinta de señorito se metió con otro de etnia gitana y le dijo si él alguna vez le habían dado tan bien de comer como aquí. Él se interpuso ante la injusticia y le llamó al soldado “señorito papafrita” y le empujó. Ante la discusión apareció el sargento y preguntó qué había pasado, el silencio reinó en la escena y, como premio, mi hermano fue castigado a limpiar las letrinas. Se ganó la admiración del “señorito”, que le pidió perdón y cambió de actitud, y de todos los que habían estado allí. En los ratos libres enseñó a leer y escribir al chico de etnia gitana. Éste llegó a preguntarle por qué lo hacía. Mi hermano le contestó que porque le parecía injusto que él no supiera y los demás si. Se hicieron buenos amigos.
Jamás se las dio de nada. Recorrió todo el norte de España invitado por sus compañeros. El chico que aprendió a leer le dijo que su casa siempre estaría abierta para él.
Volvió a casa con una pila de libros, con su estuche de cortar el pelo y con una suculenta libreta de direcciones .
Durante la cena, apagábamos el televisor y nos deleitaba con lo que decía, ya fuera investigaciones científicas, o anécdotas de su vida y de su trabajo.
Una vez fui por curiosidad a una reunión suya de empresa y vi, asombrada, que todos los sindicatos se lo disputaban. Era increíble.
Su forma de ver las cosas, de exponerlas nos dejaba a todos boquiabiertos. Descubrí entonces la persona que era, cada vez más entrañable para mí.
Su pasión era el fútbol, que compaginaba con el trabajo y los estudios. Cada día iba a trabajar a las siete de la mañana, regresaba a casa a las tres, comía y se iba a la Universidad. Volvía a las diez de la noche y se ponía a estudiar.
Conoció una chica, Montse. La ayudó a retomar sus estudios, estuvo enseñándola hasta que los acabó. El amor hizo lo demás.
Compraron un piso y lo arreglaron y el 30 de Julio de 1982 se casaron.
A primeros de Agosto nos llamaron a Guadix que estaba muy enfermo. Habían ido de viaje de novios a Palma de Mallorca y le dio un dolor. Lo trasladaron a Sant Pau en Barcelona y nos dijeron que tenía un tumor maligno en el hígado. Su vitalidad y su juventud hacía que el mal se extendiera rápidamente.
Qué jugadas nos da la vida, mi hermano ni fumaba ni bebía. Poco a poco se iba consumiendo y no podíamos hacer nada por evitarlo.
Mi cuñada estuvo en todo momento a su lado, un día de alegría y los demás de sufrimiento en silencio, camuflado por su imagen risueña y de ánimos hacia él. Fueron cinco meses de dolor y de esperanzas rotas.
Mis padres se desvivieron por él día tras día. Y yo, no los ayudé.
No puedo seguir, las lágrimas bañan mis ojos y el mundo se emborrona cuando aprieto las teclas del ordenador. Hasta otro rato.